Fue martes o miércoles. No. Fue lunes.
Me levanté y la luz del día era celeste, ploma y blanca. Mi mis ojos de otoño y mi sonrisa de invierno despertaron. La ilusión aún no era tan fuerte como para hacerme creer lo que veía por la ventana: la bola de fuego se apagaba.
El sol murió, esa frase la empleo para dar bienvenida a mi época favorita. No más sudor, no más ojos irritados, no más politos con tiritas que ponerse, no insolación, no piel bronceaba ni quemada. Los helados se quedan, la playa y la luna también, pero el calor – sí, el calor - adiós.
El sol es buen astro, cumple su función, pero lo odio por provocar calor y sudor. Odio el sudor. Odio sentir mi cuerpo pegajoso. Fastidio total. Admito que lo extrañé el día martes, ya que lo necesitaba para tomar unas fotos con iluminación natural. Pero después: ya no te necesito querido, apártate de mí.
Ahora, cuando subo al carro, no analizo en dónde cae la sombra: si en los asientos individuales o en los pares. Leo tranquila debajo del cielo – sin sombrilla ni techo – y no soy interrumpida por un entrometido rayito de sol.
Aunque hay días en que amenaza en aparecer, como hoy (viernes), las demás fechas ya están a mi favor. Así que puede decir que la primera batalla la he ganado: el verano acabo. Hasta el próximo año. Fácil en el futuro aprenda a vivir contigo, por ahora: good bye, maldito sol.
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