sábado, 26 de julio de 2008

¿A quién elegiría ayudar?

El sábado, después de mi taller, viajaba en un microbús con pocos pasajeros. Se sentía una leve tranquilidad en el ambiente, hasta que subió el primer vendedor: era un tipo de mediana estatura, vestía pantalones amarillos, una casaca blanca que parecía ser una talla más grande que él, y una gorra sucia. Comenzó a hablar sobre su vida: “Mira… yo no tengo un empleo como tú - yo no trabajo, me decía a mí misma - a cualquiera le puede pasar en la vida, nadie está a salvo (de robar)”, seguía hablando sobre su familia y su deseo de salir adelante; sacó una bolsa de caramelos de su bolsillo y dijo: “Colabórame para no dedicarme a robar, colabórame”.
Se demoró como quince minutos hablando, luego pasaba por cada asiento vendiendo los caramelos. Yo por costumbre volteo mi rostro hacia la ventana cuando alguien sube a vender o mendigar en los carros. Cuando era niña, mis padres me decían que no los mirara. Inocentemente cumplía la orden, intentando no escuchar ni responder al ofrecerme algo los vendedores; ahora me parece radical actuar de esa forma.
El tipo se fue; su discurso fue típico y repetitivo, lo he escuchado tantas veces que deja en duda si están mintiendo para sacarnos plata o solo son sinceros con los extraños. Sin embargo, sea o no su vida real, el tipo logró vender regular en el micro donde viajaba, así que supongo que hizo bien su trabajo. Esperó que el conductor se detuviera en un paradero, y bajó junto con otras personas que llegaban a su destino.
En el cruce de la avenida Javier Prado con Aviación, la luz del semáforo estaba en rojo. Se presentó un segundo vendedor en el carro: un niño con buzo de colegio, tenía una bolsa de chocolates y con voz tímida comenzó a vender. Era una situación extraña, ese niño no contó su vida para explicar el motivo por el cual sube subía a los micros a vender chocolates en vez de estar jugando con sus amigos y menos por qué estaba usando la rutinaria ropa escolar un sábado por la tarde. En verdad, casi ningún niño trabajador cuenta su vida, de frente cantan una canción de moda, actúan y son payasos, o venden su bolsa de chicles, caramelos, etcétera.
Apenas mencionaba el precio: “cincuenta céntimos, dos por un sol”. Muchos pasajeros le compraron al niño a pesar de haber colaborado antes con el tipo de los caramelos - cuando suben seguido vendedores a los microbuses, el afortunado es solo el primero, a no ser que otro venga con un producto muy curioso y original, como los cepillos con su estuche pequeño de pasta dental.
Dejemos de lado el tema de los niños explotados y de los trabajadores informales. No quiero decir que sean temas sin importancia, al contrario, son problemas que la sociedad debe solucionar de inmediato. Pero lo que quiero resaltar está resumido en las dos situaciones que expuse y en la siguiente pregunta, la misma que pensé después de ver a los dos vendedores y fue motivo para escribir este texto: ¿A quién elegiría ayudar?

miércoles, 16 de julio de 2008

El corso "explotó" el domingo

Todavía no eran las tres de la tarde, hora que comenzaría el corso de Wong, pero la emoción y la desesperación ya estaban.

La avenida 28 de Julio, la avenida Larco, el Parque Kennedy y la avenida Diagonal en Miraflores presenciaron un domingo explosivo.

Era un mar de gente, indiferente cuando empujaba al de su costado. Todos querían ver el corso más esperado en el mes de julio. Las familias enteras caminaban de la mano formando una cadena, los niños cargados en las espaldas de sus padres, y ancianos que tocaban la cintura de cualquiera como señal de permiso. Las calles se llenaron de personas, no podían mover ni los brazos, solo avanzar lento. Y empeoró cuando los globos rojos y blancos se elevaron al cielo.

Y el corso empezó…
Desde la avenida 28 de julio, los dragones chinos comenzaron a saltar y bailar al ritmo de los tambores. Los espectadores estiraban sus manos intentando coger a la bestia de tela y alambres. “¡Aquí! ¡Aquí!”, gritaban exaltados. Los que caminaban se detenían para mirar el espectáculo. “¡Avanza, oye!, vociferaban los demás empezando a empujar. “¡Hey, no empujen!”, renegaba una pareja de ancianos al frente del local de “Bembos”.
Seguido de los dragones, las sirenas de los carros de bomberos, más que entretener, producían un bullicio espantoso en el Óvalo de Miraflores. “¿A qué hora se irán los bomberos?”, decía una señora tapándose las orejas con las manos. Pero los bomberos no escuchaban quejas, sino veían caras sonrientes que saludaban cordialmente. Los empleados de “Bembos” y “Burguer King” se olvidaron de su trabajo y se acomodaron en el segundo piso de sus locales para ver el corso.

Durante el corso…
El presentador del evento, con una voz muy agradable, explicaba el tema de cada carro alegórico. Las bandas de los colegios eran aplaudidos con orgullo, pero los alumnos no transmitían felicidad al usar disfraces para promocionar una marca. En cambio, los payasos no les importaba si la gente o ellos se veían ridículos o feos, animaban acercándose a los niños:” ¡Quiero un grito!”.”¡Ahhhhh!”, les respondían las señoras emocionadas.
Eran las cinco de la tarde, los carros del festival parecían que se habían atrasado en la avenida 28 de Julio y por la avenida Larco se sentía un vacío. Mientras que por el óvalo, pasaban las bandas de grupos culturales, se bailaba la “diablada” de Puno con demonios de trajes multicolores y grandes máscaras; la gente se amontonada más y más, las rejas de seguridad, que dividan la vereda con la pista, se tambaleaban ligeramente.
“¡Oyeeee...! ¡Avancen!”, decían las personas. Era más importante ver el corso que una pelea de mujeres histéricas. Las empujaron y las filas siguieron avanzando lentamente. En tanto el presentador del evento interrumpía para avisar que tal niño esperaba a sus padres en la carpa de niños extraviados. Muchos infantes lloraban con la confusión de ver tanta gente, la música y el inicio de la noche. Los encargados los calmaban: “Ya… ya tus padres van a llegar”.
Dentro del parque Kennedy se instalaron tópicos y baños. Ya era las siete de la noche. Por el Óvalo de Miraflores llegaron las mariposas sicodélicas, eran mujeres que usaban disfraces de alambre muy grande. Los comercios ambulatorias gritaban los productos que vendían por la avenida Larco: “¡Chicles, galletas!”, “¡Narices rojas a un sol!”, “Linternas de colores”. Más ocupados, más apurados, más ágiles estaban los vendedores y más altos lo precios de las cosas.
Las bailarinas a veces dejaban de hacer sus pasos por la avenida Diagonal, al final del recorrido. Los últimos en pasar en el desfile fueron trabajadores gritando “¡Perú! ¡Perú!”. Algunas personas bromeaban y decían “¡Chile, Chile!”. Detrás del desfile, el público caminaba por las pistas. Se les unió más gente que no resistió el encierro y quitó el seguro de las rejas. Los de seguridad no colaboraban para calmarlos. El corso terminó casi a las ocho de la noche.

Fantasía artificial…
Muchos caminaban desde 28 de julio y la avenida Larco para llegar al parque y ver el final del evento. “Por acá métanse”, aconsejaba un joven a su grupo mientras que pasaban al parque que estaba cerrado trepándose por los muros y rejas. “Por favor, tienen que estar todos fuera del parque, sino no podemos comenzar la exhibición de fuegos artificiales”, avisaba el presentador. Frente a la iglesia, los ambulantes seguían vendiendo y la mayoría de personas esperaban sentada en las escaleras.
De repente el cielo brillaba de colores, de estrellas fugaces blancas. Las palomas se refugiaban en los árboles. Las cámaras digitales se alzaban por encima de las cabezas de los espectadores sorprendidos. “¡Oh, mira qué bonito!”, decían a cada rato. Una cascada de luces caía de un cable colgado entre dos árboles en el parque. La gente volteaba y un “¡Ohhhh!” en coro se oía de forma leve. “¡Fantasía en el cielo!”, repetía el presentador. El humo se elevaba al cielo hasta desaparecer.

“¡Así finalizamos el Corso Wong 2008. Gracias!”. La masa de gente de dispersaba. “¿Ahora por dónde se desvían los carros?”, muchos se preguntaban dirigiéndose a la avenida Angamos. Los baños de los locales se llenaban. En las veredas y pistas quedaron papeles y vasos de gaseosa que parecía que los barrenderos nunca terminarían su trabajo. El corso finalizó y con él se fue la bulla, las confusiones, las risas, la comida, las bandas, el baile y todo, hasta el próximo año.